O de cuando nuestras madres y abuelas guardaban un camisón o una cubertería, como oro en paño
Continuamos así con los relatos que nos ha cedido Nines Carrascal, ¡gracias amiga!

Entre las cosas que mi madre atesoraba con celo, se encontraba un camisón nuevo a estrenar, bien dobladito en su caja y con la etiqueta puesta. De esta manera, mi madre quería asegurarse un ingreso hospitalario digno. Esta idea la heredó de la abuela y me la transmitieron como parte del patrimonio inmaterial de la familia.
El hospital significaba para ellas una especie de exilio indeterminado, del que nunca sabes cuándo puedes regresar
Abrí la caja sólo un par de veces, por cerciorarme de que seguía allí, y desprendía un suave tufo dulzón. Todos los recuerdos preciados de la infancia olían a alcanfor. Las mantas de lana, las sábanas de hilo, las colchas bordadas y todas las demás prendas nobles, yacían en los baúles borrachas de alcanfor. Cuánto más fuerte olía, más valor existencial atesoraban. En la misma línea de pensamiento, mi madre tomó la decisión de invertir en una cubertería de acero inoxidable para toda la vida.
Cuando se anunció su llegada y esa enorme caja roja entró en mi casa, sentí que me había nacido una hermana. Mi madre quiso mostrármela para que tomara conciencia y quedé estupefacta ante el delirio. Montones de cubiertos colocaditos por secciones y tamaños, todos ordenados como si fueran un ejército reluciente, mirando todos al centro con aparente resignación. En ese preciso momento, entendí lo que suponía la lucha de clases. La cubertería acaparó todas las conversaciones y durante meses no se habló de otra cosa en la familia. Cada vez que venía alguien a casa, mi madre desaparecía durante unos minutos y le mostraba orgullosa la cubertería. Pasado el impacto inicial, se depositó en el salón junto a los recuerdos de boda de mis primas, el souvenir que nos trajo mi tía de Covadonga, las fotos de mi primera comunión y la vajilla de boda de mis padres. El salón se cerró como si fuera un panteón familiar y su uso quedó restringido a las visitas importantes, de las que no guardo ningún recuerdo.
Un día, vi a mi madre esconder un frasco pequeño entre el camisón a estrenar y la cubertería de acero inoxidable. Años después supe que contenía las esencias, para que la memoria exiliada recordara siempre el camino de vuelta a casa